Creí que nada podía compararse al terremoto del 2017 para sacudir mi vida, cada quien tuvo un impacto diferente y puedo considerarme ileso frente a tantas historias alrededor de esa tragedia, pero este año me presentó otro tipo de sacudidas y vi caer estructuras que durante mi pasado había creído indestructibles. Por supuesto, no se trató de estructuras materiales que sucumben ante la gravedad, hablo de las intangibles edificaciones que concibe la sociedad desde hace mucho y quién sabe hasta cuándo, en las cuales, ya sea por esperanza, costumbre o evasión de la realidad, suele gestarse la creencia de que estarán allí por siempre, inmutables y consistentes.
Por eso titulé esta entrada así, hablando de esta variedad de despedidas que tuvieron la ocasión de coincidir en este año, desde aquellas que incluso generan gozo y abren puertas que se tenían atoradas, hasta las que, como ya mencioné, jamás hubiera anticipado.
Empezaré con las despedidas alegres: este año pude dar por terminado el parto académico sin anestesia, también conocido como trámite de titulación. Adiós a las tardes donde mi tesis ocupaba mi mente, ya sea que trabajara en ella o no, siendo peor la segunda por la angustia adjunta a aquellas horas. El tan esperado y a veces temido día del examen profesional llegó el 11 de junio y fue uno de los días más felices, un alivio ante la urgencia de consumar el proceso para permanecer trabajando y una celebración que pude compartir con familiares, amistades y mi pareja.
Doy un salto temporal hasta hace pocos días donde me despedí de mi segunda y, si no se me ocurre otra locura, última licenciatura: el 100% de los créditos que me aparta de la acostumbrada ansiedad por planear las clases a elegir y el horario a tomar durante el próximo semestre. Como estudiante hago una pausa de aquí a que un posgrado me atrape, siendo consciente de que esta despedida me anuncia el ya urgente comienzo de una segunda tesis... No parece masoquismo de mi parte, en realidad lo es.
Haber concluido mis estudios fue un esfuerzo titánico durante este último semestre, lo digo sin exagerar por más que quien me conozca en persona lo crea, y es que la despedida que marcó la última mitad de mi 2018 fue tan agotadora y desconcertante, que en más de una ocasión me llevó a contemplar postergar ese término, sentía que no podía con toda la serie de cambios que se desatarían en muchos aspectos: mis padres se separaron tras 25 años de matrimonio.
Nunca creí siquiera cercano el decir adiós a la estampa tan aparentemente consolidada de la pareja que me educó, me cuidó y me dio las herramientas con las que ahora improviso una vida. Esta separación ha implicado muchos lugares comunes con el consabido proceso: disputas, dolor, celos, negación, abogados, destierros, trámites y todo un caos que no imagino cómo lo hubiera podido enfrentar si fuera menor de edad; un caos que me ha unido a mi hermana, quien sí tuvo que vivirlo en tan difícil etapa, con una madurez que me impresiona, mas no exenta de dificultades emocionales. Un caos que a veces pareciera un mal sueño, ya que suele sacar a relucir lo peor de las personas y hace estruendo en la caída de estas ya mencionadas estructuras intangibles.
No puedo contar más de lo que percibí sobre el porqué de la repentina despedida, la objetividad en estas circunstancias es más bien atípica, por ello, mi única intención es desahogar por escrito algo que me suele salir con gran torpeza si lo intento hablar:
Hace poco más de un año falleció una querida y joven tía, este blog lo supo en el recuento pasado. Fue un proceso de duelo que dejó devastada a mamá, pues más que su prima, fue una gran amiga; sin embargo, este mismo proceso generó las condiciones para que, enmedio de toda esa oscuridad, ella encontrara apoyo mutuo y refugio en el tío que enviudó. Situación que con el paso de los meses despertó la sospecha y rechazo de papá.
Mamá cambió, y a la vez que lo acepto me burlo de mi mismo, ¿Esperaba que fuera la misma por siempre? La vida cambia y resistirse a eso es una necedad, nostálgica y enternecedora, pero necedad al fin. Este nuevo vínculo llegó en una etapa de la relación entre mis padres en la cual las cosas no marchaban bien, donde no logré ver esas grietas que iban afectando los cimientos. Aprendí a no culparme por ello, me parecía inadmisible que, viviendo en la misma casa, no me diera cuenta de lo precario de su situación, sentí que mi miopía era irresponsable consecuencia de haberme ensimismado tanto, con mi trabajo, mi tesis, mi titulación, mi segunda carrera, preparar a mi hermana para entrar a la prepa, mi propia relación amorosa... Hasta que alguien, en su sabiduría, me hizo preguntarme ¿Qué diferencia había en notarlo o no? ¿Me correspondía haber hecho algo al respecto "en su momento"? Fue asunto sólo de dos, aunque cada uno, por su cuenta, decidió involucrarme, compartiéndome su versión cuando el daño comenzaba a ser visible.
Tuve empatía con papá, al confesarme que entró al salvaje mundo de la revisión de celulares sin consentimiento de su pareja, sólo para empeorar las sospechas... Sin el más mínimo orgullo confieso que en ese mismo año, tiempo atrás, la desconfianza me llevó a hacer lo mismo en mi relación. Allí me despedí del idealismo sobre mi pareja y sobre mi propia forma de amar, vi una ruptura y seguí agrietando en mi intento de presionar para salvar. Lo peor es que se volvió un patrón de comportamiento inseguro y enfermizo, no tenía derecho a hacerlo y me costó reconocerlo, cuando hice frente a ello, reflexioné con la mayor frialdad posible en el sentido de desdibujar las borrosas concepciones del amor romántico, ¿En qué consiste esta relación? Era necesario dejar de lado la clásica fachada de encanto y alegría perfecta para exponer nuestras vulnerabilidades ¿Es saludable seguir o no? ¿qué necesitamos mejorar para continuar? Ambos confrontamos esta crisis y decidimos permanecer juntos por convicción. ¿Fue fácil? Para nada, han habido recaidas y duelen, pero si algo creo haber logrado es liberar a quien hoy me da su amor de la presión por fingir que todo debe ser siempre exitoso, conociendo mejor sus inquietudes y aceptando su individualidad, realmente amar por quien es, no por quien quiero que sea. Ello me dio la experiencia para decir "papá, tampoco tenías derecho a hacerlo, si buscas confrontarla te sugiero lo hagas reconociendo esta falla y desde el entendimiento conciliador, por favor no lo hagas desde el reclamo".
Hizo todo lo contrario.
Sus condiciones para "mejorar las cosas" demandaban un alivio a su desconfianza basado en controlarla aún más. Se izaba la bandera de la codependencia bajo la excusa de salvar un matrimonio. Las discusiones se hicieron más severas y agresivas hasta que ella pidió distancia, mientras él se negaba a aceptar que en este punto no había nada por revertir.
Escribí sobre una fiera herida en mis amoríos fugaces de años atrás, llegué a hacerlo desde el orgullo y la ira por haber perdido a alguien de quien me enamoré de forma tan impetuosa. Me tomó tiempo entender que esa fiera herida, en realidad, era yo: envuelto en celos e inseguridad, autoinfligiéndome dichas laceraciones. Actuar con ese perfil de apasionado "mal correspondido" me indujo a presionar y presionar hasta materializar el peor de mis miedos. No pude evitar ver así a papá, y noto el dolor desde donde decide cambiar de parecer de un instante a otro, culpar a su alrededor y actuar con desesperación mientras se vuelve realidad su temor de perder la vida que tenía, la compañera que creyó vitalicia y que ahora no soporta más los días juntos. Esa ya no era vida para ninguna de las cuatro personas que habitaban esa casa.
No ayudaron quienes, desde fuera, intentaron imponer su punto de vista sobre lo que estaba sucediendo, emitiendo juicios despectivos basados en testimonios parciales. Hubo tíos y abuelos que tomaron partido, asumiendo atribuciones que, por mucho que pataleen en aras del "qué diran", no les corresponden. Se gestaron en esas instancias otras despedidas terriblemente abruptas aunque, siendo franco, añoradas por mí desde hace mucho: defendí a mamá de su hermana, quien se sintió con todo el derecho de armar escándalo e insultarla en público, queriendo controlar, a base de la culpa y la explotación de la imagen de mi tía fallecida, sus decisiones y su vida. Hubo reacciones violentas ante tales vejaciones, por ejemplo, le costó un saldo de un par de bofetadas junto a un jalón de cabello tras usar osadamente términos como "mierda" y "miserable" contra la mujer que me dio la vida, desde luego, a mí me costó que a la noche siguiente se metieran por la fuerza a mi casa y me golpearan mientras retenían a mi hermana, quien con coraje y desechando cualquier estereotipo de género, luchó por defenderme. Así de altas creyeron ser sus prerrogativas para someter a mamá, aunadas al vacío de sus vidas carentes de propósito, al desplante de su chantaje y envidia latentes, únicamente basados en la ignorancia. Así de bajo habíamos caído en esta disputa. Esa noche papá vio a esos tíos como aliados suyos sin contar con que yo derrumbaría su coartada, tales circunstancias extremas separaron historias, pero nos unieron ante sus ataques como jamás lo hubieran esperado.
Básicamente huimos de ese entorno putrefacto que había hecho de la familia materna un patíbulo para mamá y casi un altar para papá, lo cual es absurdo, después de todo son simplemente humanos que cometen errores y buscan ser felices. Encontré paz en un nuevo hogar, y pese a la incertidumbre económica, resultado también de una violencia ejercida, ningún precio vale más la pena pagar que el de la tranquilidad que representa alejarse de los indeseables conatos de violencia, la intriga y el machismo imperante en el que todos nos hemos contaminado, y del que urge rehabilitarse.
Nada volverá a ser como antes. La vida cambia y una de sus pocas constantes es el hecho de que habrá despedidas esperadas e inesperadas. Lo último de mi año fue el haber participado en un proyecto de trabajo, cuya duración se redujo a un mes dado que la institución fue desechada por el nuevo gobierno. Otra despedida se suma en el marco de una experiencia laboral que mejoró mi panorama y me brindó la esperanza de seguir logrando cada vez más y mejores retos. Después de todo, la esperanza es la última en perderse, y juega a resistir tanto cambio y tanto andar diciendo adiós.
La verdad no siento que un año más esté finalizando, honestamente sentí que varios años pasaron por mi vida en uno solo, maduré "mal plan" pero me siento cada vez mejor. Vienen cosas buenas y aunque este año me entrenó para las despedidas, no he perdido la habilidad de algo que a veces es un poco más difícil: volver a saludar.